Un pasajero es recordado por Susana Aguad, su nieta, en “Al bajar del barco”, donde escribe: “Se disipa la angustia de una travesía de dos meses que les quitó fuerza y salud. Sin embargo, a algunos se les llenan los ojos de lágrimas cuando miran por última vez al ‘Génova’ con sus dos banderas trenzando azules y verdes”
Aguad, Susana: “Al bajar del barco”, en Clarín, Buenos Aires, 20 de octubre de 1999
Para los emigrantes el viaje comenzaba en el momento en que partían de su pueblo natal para dirigirse a los puertos. La partida solía ser un acontecimiento colectivo, en el que eran protagonistas grupos de parientes y paisanos que se dirigían al exterior de acuerdo a un itinerario prefijado.
Desde mediados del siglo XIX el medio de transporte hacia los puertos fue el ferrocarril, y los barcos a vela fueron siendo reemplazados por los vapores.
Es extraordinario el impulso que la navegación transoceánica recibió durante toda la segunda mitad del siglo XIX y hasta la Primera Guerra Mundial fue el vehículo, no sólo técnico - material sino también económico de la gran emigración europea hacia América.
Los progresos en la navegación contribuyeron a la integración del mercado mundial uniendo a mercados muy distantes entre sí, alimentando el flujo creciente de personas y mercaderías a medida que decrecían los costos de transporte.
Los emigrantes se dirigían a los distintos puertos según la cercanía respecto a sus lugares de origen y a las facilidades que las distintas compañías ofrecían. Partían mayoritariamente de Génova, Trieste, Nápoles, El Havre, Burdeos, Hamburgo, puertos españoles.
La emigración masiva fue un negocio muy lucrativo para las compañías de navegación. Los armadores lograron obtener bajos costos de transporte reduciendo la tripulación, sirviendo comida de escasa calidad, ofreciendo a los emigrantes espacios reducidos y precarias condiciones de higiene a bordo.
Los testimonios de los protagonistas y de los médicos y funcionarios destinados al control sanitario ofrecen una imagen dramática del viaje, acechado por enfermedades e incomodidades.
Las precarias condiciones de las naves llevaron a las autoridades de los diversos países a regular los aspectos sanitarios del viaje, concentrando su atención en los requisitos que debían cumplir las naves, para evitar la aparición y difusión de enfermedades infecciosas.
La voluntad de los gobiernos por garantizar buenas condiciones sanitarias contrastaba con los intereses de las compañías de navegación. Para las compañías, el objetivo era el de embarcar el mayor número de pasajeros, sin respetar las disposiciones legales. El viaje se transformaba para los emigrantes en una pesadilla de gentío, de malos olores, de exceso de frío o de calor, según las estaciones, y más en general de intolerable promiscuidad.
A medida que los gobiernos fueron regulando las condiciones del viaje, estas comenzaron a mejorar. Parte de las características que describiremos en los párrafos que siguen corresponden al período previo a la primera década del siglo XX, etapa en la que el viaje consistía en una experiencia de rasgos fuertemente negativos.
De todos modos, las condiciones variaban tambíen entre las distintas compañías de navegación.
Los buques que desembarcaban emigrantes en el puerto de Buenos Aires, aparte de la tercera clase, disponían también de una confortable segunda -los inmigrantes eran definidos por la ley argentina como aquellos que llegaban en segunda o tercera clase- y una lujosa primera clase.
En la tercera viajan la mayoría de los emigrantes; la segunda en cambio tiene características menos definidas, emigrantes que han hecho fortuna y se pueden permitir un viaje más cómodo, pequeños comerciantes, y el clero.
Durante el viaje, los pasajeros de primera y de segunda son preservados rigurosamente de las incursiones de los de tercera, mientras que a ellos les está permitido, y con poco riesgo, irrumpir en el otro territorio. Las diferencias sociales se hacen evidentes desde el momento del embarque en los buques.
Fuente: El viaje de los inmigrantes - RAWK
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